Aunque muchas veces se le mira con malos ojos, el chisme tiene una función más profunda de lo que parece. De acuerdo con Herminia Pasantes, investigadora emérita del Instituto de Fisiología Celular de la UNAM, esta práctica tan común tiene raíces en nuestra biología y en la historia de la humanidad. Nuestro cerebro se activa intensamente cuando escuchamos o compartimos un chisme, especialmente en zonas vinculadas al lenguaje, las emociones y el placer.
Lejos de ser solo un hábito ocioso, el chisme ha sido clave en la evolución social de los seres humanos. Tal como plantea el historiador Yuval Noah Harari en su libro ‘De animales a dioses’, hablar sobre los demás permitió a nuestros antepasados identificar aliados, personas confiables o incluso posibles amenazas dentro de sus grupos. Esta herramienta de comunicación, aunque informal, fue crucial para el desarrollo de comunidades complejas.
En palabras de Pasantes, el chisme fortalece la cohesión social, ya que ayuda a mantener un orden tácito dentro de grupos grandes. A través del intercambio de información –que a menudo se percibe como ‘privada’– las personas acceden a datos relevantes sobre la conducta de otros miembros de su entorno, lo que contribuye a tomar decisiones sociales más informadas. Así que sí, ‘echar chisme’ también puede ser una forma muy humana de sobrevivir en sociedad.